Llegó el tiempo de pasar de la motosierra y la licuadora al bisturí y al exprimidor

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Miguel A. Kiguel para La Nación

¿Qué balance hacemos de los primeros seis meses de la economía en la gestión presidencial de Javier Milei? El comienzo fue auspicioso y mostró determinación y osadía para enfrentar el desastre que dejó el gobierno anterior. El objetivo inicial fue restaurar las bases del equilibrio macroeconómico, usando una estrategia de shock que tuvo tres ejes principales.

El primero fue un fuerte ajuste del gasto y un aumento del impuesto PAIS, algo que llevó rápidamente a un equilibrio en las cuentas fiscales. El segundo eje fue la devaluación, que llevó el tipo de cambio a $800, por encima de lo que se esperaba, y con eso se logró bajar significativamente la brecha cambiaria, que en tiempos de Sergio Massa había llegado a 200%, y con la que también se favoreció un aumento en las reservas. El tercer eje fue el sinceramiento de precios y la eliminación de gran parte de los controles (como las restricciones a importar, las famosas SIRA).

A esto se le sumó un esfuerzo por desregular, en su afán de volver a una economía de mercado. Eso se hizo a través del DNU 70 y del envío al Congreso del proyecto de la llamada “ley ómnibus”, luego devenida en una devaluada Ley de Bases. En el texto se proponían reformas estructurales, algunas de cuales se lograron, mientras otras quedaron en el camino.

La licuadora y la motosierra fueron los pilares de la primera etapa del plan Milei-Caputo y permitieron lograr el equilibrio fiscal, que es la base del ajuste macroeconómico y el ancla del programa. No hay dudas de que este ha sido el principal logro del Gobierno, que sorprendió al mundo financiero y hasta al FMI, que a veces parece decir que no hacía falta ir tan rápido en la reducción del déficit.

Los primeros cinco meses fueron música para los oídos del Gobierno. La inflación, que subió al principio como resultado de la devaluación, los aumentos de tarifas y el sinceramiento de precios, fue bajando luego más rápido de lo que se esperaba, y el dato de mayo seguramente mostrará que se tocó un piso. El Banco Central compró más de US$17.000 millones desde diciembre, lo que permitió un importante aumento de las reservas, al tiempo que ayudó a una fuerte reducción de la brecha cambiaria.

Se sumó la confianza que generó el ajuste fiscal, reflejada en una fuerte baja del riesgo país, que en su mejor momento se redujo en casi 1000 puntos, acompañada de un rally en los precios de las acciones.

Pero no todo fue color de rosa. El ajuste llevó a una fuerte recesión, solo comparable con las de la pandemia y la del fin de la convertibilidad. También hubo una enorme caída del salario real y del poder de compra de las jubilaciones, algo que afecta a gran parte de la población. Lo llamativo es que a pesar de estas malas noticias, Milei mantiene una imagen positiva muy alta, lo que muestra un amplio apoyo a un programa que, aunque duele, genera esperanza.

Pero esta primera etapa, con sus muchas luces y pocas sombras ha llegado a su fin. Esto se debe a que la licuadora y la motosierra ya han hecho el grueso del trabajo, a que la gran ganancia en la baja de la inflación (de 25% en diciembre a alrededor de 5% en mayo) ya se logró y a que ahora la lucha para bajarla va a ser más difícil. Al mismo tiempo queda claro que el margen que se había ganado al principio con el tipo de cambio se va perdiendo rápidamente y que al Banco Central se le hace cada vez más difícil ganar reservas.

Ahora aparecen los desafíos de la segunda etapa, llegó el tiempo de la sintonía fina, de pasar de la motosierra y la licuadora al bisturí y el exprimidor. La segunda etapa tiene objetivos algo diferentes; el Gobierno ya logró dejar atrás el riesgo de una inflación galopante y el diferencial entre los tipos de cambio oficiales y paralelos se redujo significativamente, al tiempo que la mayoría de los controles de precios se eliminaron. Y se ve que existe una política fiscal sólida que es el ancla del programa.

Las prioridades de la segunda etapa deberían ser continuar el proceso de normalización de la economía, lo cual significa tomar medidas para tener un mercado de divisas que funcione bien (es decir, se necesita eliminar el cepo y unificar el mercado de cambios), mejorar la calidad de los recortes de gastos, continuar eliminando los subsidios a la energía, consolidar la estructura de impuestos, especialmente si se elimina el impuesto país, delinear el esquema cambiario y monetario que prevalecerá una vez que se saque el cepo, y acelerar con las reformas estructurales.

En términos generales, este segundo período es uno de consolidación, de pasar de la motosierra al bisturí, de la brocha gorda a la sintonía fina. En términos de objetivos de política económica implica un cambio de prioridades, de pasar de la estabilización a la reactivación y el crecimiento, para que el programa sea sostenible en el tiempo.

En esta etapa los resultados difícilmente sean tan impresionantes como los de la primera. No va a bajar de nuevo el riesgo país más de 1000 puntos, ni la inflación se reducirá en casi 20 puntos porcentuales en un par de meses. Las mejoras en las variables necesariamente van a ser menores, simplemente porque los desequilibrios son más chicos y la parte “fácil” ha terminado.

El pase a una segunda etapa se da en un momento complicado, porque empieza a haber preocupaciones respecto de la evolución del programa. Esa preocupación se refleja en los mercados, especialmente en el nuevo impulso que tuvieron los dólares paralelos, al subir más de 20% en pocos días y al derrumbarse las acciones y los títulos públicos, hechos que se reflejaron en un aumento del riesgo país de casi 400 puntos, alejándonos claramente de la posibilidad de volver a los mercados de crédito.

Una gran pregunta es cuál fue el gran disparador de la suba del dólar, seguida por al aumento del riesgo país. Por un lado está la frustración por los atrasos en la aprobación de la Ley de Bases y por las dificultades que muestra el Gobierno en lidiar con el Congreso. Preocupa la gobernabilidad. Pero, por otro lado, la baja de las tasas de interés de 80% a 40% anual en solo un par de meses fue, sin duda, exagerada, y llevó a que la gente dejara de invertir en pesos y se pasara al dólar.

El desafío en lo económico es recuperar la iniciativa y presentar una agenda que permita obtener logros en esta segunda etapa. Avanzar con la eliminación del cepo es una prioridad y cuanto antes se haga mejor. Seguramente no se van a cumplir todas las precondiciones que mencionó Milei para eliminarlo, tanto en lo que hace a terminar con los pasivos remunerados del Banco Central, como a tener dólares suficientes como para sacar el cepo sin problema. Pero tendrá que tomar riesgos, como lo hizo cuando devaluó y liberó los precios, en diciembre último.

La situación financiera es compleja y el Gobierno necesita dar una respuesta para revertirla y para retomar la senda de consolidación macroeconómica. Si bien no hay respuestas obvias, la solución pasa en parte por disminuir la brecha cambiaria y generar confianza, posiblemente con un nuevo programa con el FMI que traiga además algunos fondos frescos.

También habría que despejar dudas respecto del régimen cambiario que quiere el Gobierno. Para una dolarización a la Panamá o Ecuador claramente no hay dólares, y sería bueno descartarla ya. La idea de no emitir más pesos y que la economía se vaya dolarizando con los dólares del colchón genera más dudas que certezas, es un viaje con rumbo a lo desconocido, en el cual la baja del tipo de cambio y las subas en las tasas de interés que deberían ocurrir pueden generar una mega recesión.

La única opción viable sería avanzar hacia un bimonetarismo, mal llamado competencia de monedas, que la Argentina ya tuvo durante la convertibilidad con tipo de cambio fijo, y con Macri con tipo de cambio flotante. Lo peor es mantener este manto de incertidumbre con rumbo incierto donde la imaginación lleva a tomar decisiones defensivas que terminan perjudicando la realidad.

Pasaron seis meses desde que asumió el Gobierno. La luna de miel está llegando a su fin y los logros de la primera etapa, aunque importantes, ya son historia. Los desafíos de la segunda etapa pasan por consolidar las cuentas fiscales, avanzar con reformas estructurales y superar la presión cambiaria sin que se dispare la inflación. Tal vez sea hora de hacer, en el ámbito monetario y cambiario, lo que se hizo en lo fiscal y con las reformas estructurales; o sea, utilizar la teoría económica y la experiencia acumulada para implementar políticas que estén probadas y hayan funcionado y no buscar, una vez más, experimentos que, al menos en nuestro país, suelen terminar mal.

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