La necesidad de un giro económico

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Por Miguel A. Kiguel para El Cronista

El gobierno sufrió una durísima derrota en la Provincia de Buenos Aires. La diferencia fue contundente: trece puntos que enviaron una señal clara de descontento con la política económica actual. Sin embargo, esta fue una elección local, en un distrito históricamente kirchnerista donde las medidas oficiales pegaron fuerte. La verdadera prueba será el 26 de octubre en las legislativas nacionales, que definirán la composición del Congreso.

El mensaje que leyeron los mercados fue que el kirchnerismo sigue vivo de la mano de Axel Kicillof, lo que implica un mayor riesgo de políticas intervencionistas y de un eventual regreso a déficits fiscales elevados. Además, si al gobierno no le va bien en octubre, le será mucho más difícil conseguir los votos necesarios para aprobar reformas estructurales.

La reacción del mercado fue inmediata: acciones que se desplomaron hasta 25% y un riesgo país que superó los 1.000 puntos. El temor a un regreso de políticas populistas explica parte de esa sobrerreacción, pero también pesan las dudas crecientes sobre la capacidad del gobierno de sostener su programa económico.

Desde el inicio, la administración concentró sus esfuerzos en bajar la inflación, que pasó del 25% mensual a alrededor del 2%. Fue un logro indiscutible, pero con costos importantes. Para lograrlo se mantuvo un férreo control sobre el tipo de cambio, se demoró el levantamiento del cepo y se sacrificó la acumulación de reservas. De hecho, las netas fueron negativas durante gran parte del gobierno de Milei y sólo se tornaron positivas gracias al préstamo del FMI de 14.000 millones de dólares, que en teoría no deberían usarse.

Más recientemente se sumó un apretón monetario con mayores encajes bancarios, que llevó las tasas de interés a niveles del 70% anual, poniendo freno a una economía que ya mostraba una caída del 0,6% en los últimos seis meses. A esto se agregó un error no forzado: la eliminación de las Lefis, que desarmó un mecanismo clave para estabilizar la liquidez bancaria. El resultado fue una volatilidad inédita en las tasas, con saltos de hasta 50 puntos porcentuales en una misma jornada.

El enfoque inicial tuvo efectos secundarios claros. Sectores enteros vieron deteriorados sus ingresos y la baja de la inflación no se tradujo en una mejora del poder adquisitivo. El consumo se mantuvo deprimido, los salarios reales dejaron de crecer y la inversión ausente. El rebote inicial de la actividad se apagó y lo que queda es una recesión palpable en los sectores más vulnerables. El gobierno mostró coraje para ajustar el gasto y promover reformas, pero fue excesivamente tímido a la hora de levantar el cepo y obsesivo en controlar el tipo de cambio. Esa combinación debilitó la acumulación de reservas y mantuvo elevado el riesgo país.

¿Qué hacer ahora, cuando faltan pocas semanas para las elecciones? No hay margen para soluciones mágicas ni resultados inmediatos, pero sí espacio para cambiar prioridades y reconstruir la esperanza. La inflación ya no es la urgencia principal. Lo verdaderamente urgente es recomponer reservas, flexibilizar el mercado cambiario y reducir tanto el nivel como la volatilidad de las tasas de interés. Sólo así podrá pasarse de una reactivación agotada a un sendero de crecimiento.

El gobierno confiaba en que un triunfo electoral arrasador en octubre abriría un círculo virtuoso: baja del riesgo país, reducción de tasas, estabilización del dólar, ingreso de capitales y más reservas. Tras la derrota en Buenos Aires, ese plan ya no es viable. La alternativa lógica es recalibrar el programa cambiando prioridades e instrumentos. Las encuestas muestran que la inflación dejó de ser la principal preocupación y que ahora dominan las demandas por empleo, poder adquisitivo e inversión en infraestructura.

El plan A se agotó. La prioridad ahora debería ser recomponer reservas, normalizar el mercado cambiario y apuntalar el crecimiento, manteniendo el equilibrio fiscal y avanzando con reformas estructurales. Para lograrlo, es necesario terminar con los controles, permitir una flotación más libre del peso y generar un entorno en el que bajen el riesgo país y las tasas de interés. Ese círculo virtuoso es el que puede impulsar inversión y crédito.

Uno de los temores de este camino es que una depreciación del peso se traslade rápidamente a los precios y genere un nuevo espiral inflacionario. Sin embargo, las últimas devaluaciones mostraron un traspaso sorprendentemente bajo, en gran parte porque el gobierno logró anclar expectativas. Este es un capital que no debería desperdiciarse.

Insistir en que la única prioridad es pulverizar la inflación conduce a un programa desequilibrado que conspira contra el crecimiento y la baja del riesgo país. No es casualidad que países como Chile e Israel que han combatido con éxito la inflación, hayan logrado rápidamente bajarla a niveles del 20% anual, pero tardado más de cinco años en llevarla a un dígito. La razón es simple: políticamente no era viable. Lo que se trata de evitar, haciendo un símil con la medicina es que lleguemos a una situación en la que el desenlace sea tan irónico como doloroso: la operación fue un éxito, pero el paciente se murió.

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