Columna de opinión en La Nación – Por Miguel Kiguel y Andrés Borenstein
Dolarizar o no dolarizar, esa es la cuestión. El gran atractivo de la dolarización es que la inflación bajaría casi mágicamente de un día para otro. El Banco Central fijaría un tipo de cambio al cual se comprarían los pesos y la economía funcionaría en dólares. Pero las apariencias son engañosas porque la dolarización, aunque luce atractiva, no es la varita mágica que trae la estabilidad económica, ni tampoco es tan fácil lograrla en la economía argentina.
El primer paso de una dolarización es fijar un tipo de cambio al cual el Banco Central compraría los pesos con dólares. Obvio que si e BCRA no tiene dólares no se puede dolarizar o se tendría que usar un tipo de cambio absurdamente alto.
Se habla de que harían falta unos 40.000 millones de dólares para dolarizar, pero el Banco Central tiene un descubierto en su caja de unos 10.000 millones de dólares, o sea que hay que juntar 50.000 millones. Se podría pensar en emitir deuda para juntar los dólares, pero quien le prestaría a un país que con la deuda actual tiene que dar pelea para no entrar nuevamente en default.
Cabe además hacerse una pregunta de fondo, si la dolarización es deseable para una economía que busca favorecer la estabilidad y el crecimiento. Es obvio que la principal ventaja es que la inflación bajaría rápidamente y terminaríamos con un problema que la Argentina tiene desde mediados del siglo pasado.
Sin embargo, desde una óptica de largo plazo, la dolarización tiene importantes desventajas. El primer problema es que una dolarización dejaría a la Argentina sin prestamista de última instancia, que es fundamental para evitar crisis financieras. El mundo actual ha sido constantemente jaqueado por crisis financieras, que pueden ser corridas bancarias o a entidades del mercados de capitales como fondos de money market o fideicomisos financieros. Para evitar estos eventos es indispensable tener una entidad que de liquidez para asegurar que no haya pánicos o se corte la cadena de pagos.
Sólo habría que imaginar qué hubiera pasado con la economía mundial si Ben Bernanke no hubiera salido al rescate de los fondos de money market, y no le hubiera dado liquidez a los bonos en la crisis de Lehman Brothers en 2008, seguramente hubiera habido otra Gran Depresión como la de los años treinta. El Banco Central en la Argentina ha actuado como prestamista de última instancia en varias instancias y evitó lo que podrían haber sido corridas bancarias o un corte de la cadena de pagos. Está claro que el BCRA no es la Reserva Federal, pero más de una vez ayudó a la estabilidad financiera.
En segundo lugar, con una dolarización la economía pierde instrumentos de política económica para enfrentar shocks externos. El tipo de cambio en la mayor parte de los países suele ser un buen amortiguador de shocks, sobre todo para una economía expuesta a precios internacionales de materias primas. En una economía dolarizada, frente a un shock negativo, el ajuste se tiene que hacer enteramente con deflación o con recesión, algo parecido a lo que pasó en la crisis de 2001.
En tercer lugar, hay una pérdida del señoreaje, o sea de los recursos que obtiene el Banco Central gracias a que tiene el monopolio de emitir dinero, cuya demanda aumenta a medida que crece el nivel de producto. Estos recursos pueden representar 0,4% del PBI, un número que no es despreciable.
En cuarto lugar, la Argentina no tiene un área monetaria óptima con el dólar y su ciclo económico no está sincronizado con el estadounidense. Eso quiere decir que cuando el dólar se debilita o se fortalece en el mundo, la Argentina puede necesitar justo lo contrario. Eso está pasando hoy, porque hoy hay un dólar fuerte mientras que la Argentina necesitaría un dólar débil para ser más competitiva. En parte por esta razón, el premio Nobel Paul Krugman propuso que la Argentina en vez de dolarización se debería considerar usar el Euro. Probablemente nos convendría más atarnos al Real brasileño.
Queda claro que la dolarización suena atractiva para un país adicto a la inflación y en el que se usaron todas las fórmulas posibles las cuales siempre terminaron en fracaso. Al mismo tiempo habría que preguntarse por qué Chile, Brasil, México o Uruguay que han tenido una historia inflacionaria parecida a la Argentina pudieron finalmente estabilizar con programas integrales y mantener su moneda. O por qué cuando se frenaron las hiperinflaciones en Europa después de la primera guerra mundial se hicieron reformas monetarias pero cada país optó por mantener una moneda propia.
La respuesta es que tener una moneda propia, tener un prestamista de última instancia, poder beneficiarse del señoreaje, y tener más instrumentos de política económica tienen ventajas porque ayudan al crecimiento y a la estabilidad financiera. La dolarización debería quedar como una opción de última instancia y en nuestra opinión todavía la mejor alternativa es implementar un plan integral para frenar la inflación apostando a la resurrección del peso, probablemente con una reforma monetaria.