El Banco Mundial acaba de publicar un dato que estremece: desde 1950 hasta ahora la Argentina está entre los países que más tiempo ha estado en recesión. Nuestra tasa de crecimiento en los últimos cuarenta años ha estado en el orden de apenas 2% anual, similar a la de Brasil, pero aproximadamente un tercio del crecimiento de Chile, menos de un cuarto del de China durante ese período y menos de la mitad de lo que crecieron los países emergentes.
El problema de crecimiento no es nuevo, de hecho, sigue siendo un enigma que la Argentina, que a principios del siglo pasado tenía uno de los niveles de ingreso más altos del mundo, a partir de la Gran Depresión de los años treinta fue perdiendo ese privilegio y cayó a ser un país de ingreso medio. Gran parte de la respuesta está en las políticas económicas que se fueron adoptando a lo largo de los años, incluyendo entre otras, la falta de disciplina fiscal, la adicción a financiar los déficits con emisión monetaria, a políticas que castigaban el ahorro y la acumulación de riqueza, la adopción de políticas cambiarias insostenibles, de políticas proteccionistas que nos aislaron del progreso tecnológico y a obnubilarnos con políticas populistas que priorizaban el corto plazo en desmedro de la inversión y el desarrollo del mercado de capitales.
Estas frustraciones han reaparecido recientemente. Hace ocho años que la economía argentina no crece y hoy tenemos el mismo producto que en 2011. Durante ese período hubo años de expansión (generalmente en años electorales en los que se estimulaba la demanda) y otros de caída (justamente en los que no había elecciones y se hacía el ajuste), pero en promedio no se creció.
Este estancamiento estuvo asociado una vez más a desequilibrios macroeconómicos importantes que en la práctica operaron como una restricción al crecimiento. Primero fueron los años de desajustes, principalmente los últimos cuatro del gobierno de Cristina, que estuvieron signados por un tipo de cambio atrasado, que generó una fuerte escasez de reservas internacionales y que forzaron al gobierno a recurrir a férreos controles cambiarios (hoy conocido como cepo), y a la aparición de una gran brecha con entre el dólar oficial, el famoso el dólar blue.
Además, se agudizaron los déficits gemelos (fiscal y externo), y todo esto en un contexto en el que no había acceso al financiamiento externo ni ánimo de las empresas de encarar proyectos a largo plazo. Con esos desajustes era imposible crecer en forma sostenida, ya que cada vez que la economía crecía y necesitaba importar insumos, energía o bienes de capital se encontraba con la restricción externa de falta de divisas lo que llevaba el ciclo expansivo a su fin. A esto se le sumaba una escasez de energía que limitaba la capacidad de producción y las inversiones, especialmente en el sector industrial.
El gobierno de Macri comenzó a atacar estos desajustes en 2016, pero la devaluación, la nueva política monetaria y la suba de tarifas tuvieron su impacto negativo sobre el nivel de actividad y la economía entró en recesión. Si bien se logró unificar el tipo de cambio, reabrir el acceso al financiamiento internacional, estimular la inversión en energía con lo que la economía volvió al crecimiento en el 2017 (como en un típico año electoral), la alegría duró poco porque con la política del gradualismo no se redujo el déficit fiscal, y de hecho aumentó el déficit externo. Estos déficits gemelos implicaban una alta vulnerabilidad de la economía al humor de los mercados financieros internacionales, porque ante un eventual deterioro el país se vería obligado a hacer un rápido ajuste, lo que finalmente ocurrió en el 2018. Ese año el país sufrió una fuerte salida de capitales y se vio forzado a implementar un fuerte ajuste fiscal, monetario y cambiario que causó la profunda recesión que todavía nos está aún afectando.
En resumen, ya sea por los desajustes que prevalecieron entre el 2011 y el 2015 como resultado del proceso de ajuste que comenzó en el 2016 y que llega a nuestros días, las políticas macroeconómicas han estado en el centro de la escena del pobre desempeño económico. Pero no todo es tan sombrío como parece. La crisis del 2018 forzó al gobierno a acelerar el ajuste y a lograr mejoras importantes en los “fundamentals” o cimientos macroeconómicos. Así, se han corregido gran parte de los desbalances fiscales y externos, se han corregido en gran medida las tarifas y el tipo de cambio ya no está atrasado.
Esta mejora es la que permitirá terminar con los ciclos de desajustes y ajustes, con nuestra historia de recesiones recurrentes y crear las condiciones para lograr un crecimiento equilibrado y sostenido, que Argentina no tiene desde hace décadas. Si bien, como en un edificio, los cimientos no se ven, a larga son los que determinan su fortaleza y perdurabilidad. A pesar de esta mejora, para crecer Argentina necesita modernizar su economía y mejorar su competitividad.
Es aquí donde entran las reformas estructurales que ayuden a bajar la presión tributaria que es de las más altas entre países emergentes, a modernizar el mercado laboral para generar empleos modernos y con mejores retribuciones, a mejorar el sistema educativo, a darle sustentabilidad al sistema de seguridad social y a aumentar la eficiencia de nuestras empresas. No hay duda de que la Argentina tiene grandes desafíos económicos por delante, tanto en domar una coyuntura compleja como en realizar reformas que ayuden al crecimiento de largo plazo.
Gran parte del desajuste que dejó el gobierno anterior se ha revertido y hoy el país no necesita grandes ajustes en tarifas o reducciones del déficit fiscal que sean traumáticos, aunque es importante consolidar los logros alcanzados. La mejora en los fundamentals no garantiza por sí solo que se logre el tan anhelado crecimiento económico sostenido, pero sí da las bases para que vuelvan el espíritu emprendedor y la inversión. Lo que sí es seguro, es que un retroceso nos sumergiría en una nueva recesión.