El 9 de julio, fecha de nuestra Independencia, es ideal para pensar a lo grande, reflexionar sobre nuestro pasado y soñar con nuestro futuro. A lo largo de estos poco más de dos siglos, el país vivió en péndulos oscilando en políticas que hoy llamamos neoliberales, a otras que podríamos llamar neopopulistas. Visiones muy distintas de país, que fueron alternando en el poder y que son centrales a la hora de entender porqué es el país emergente que más crisis macroeconómicas ha tenido en los últimos cincuenta años, en promedio una cada siete años.
Cada crisis fue diferente, algunas fueron megacrisis (como la hiperinflación de 1989 o el fin de la convertibilidad), en que la economía entró en una gran implosión, otras fueron más suaves y tolerables como la del tequila en 1994 o la de Lehman Brothers en 2008. Algunas fueron asintomáticas, o sea crisis que estaban latentes, pero que por alguna razón no llegaron a explotar (como el 2015). Otras fueron explosivas, como el default de 1983 en la que además, las tasas de inflación que llegaron al 600% anual, o el famoso rodrigazo en que luego de una emisión de-senfrenada hubo que hacer grandes ajustes en el tipo de cambio, las tarifas y los salarios y que como consecuencia, la inflación se escapó por primera en nuestra historia por encima del 300% anual y con un pico del 35% mensual en julio de 1975.
Todas estas crisis han llevado a que nuestro PBI per cápita se haya estancado y que estemos a niveles de cincuenta años atrás. Períodos de alto crecimiento como el de 1992 a 1998, o de 2003 a 2011 fueron seguidos por estancamiento y caídas en el ingreso de los argentinos. Una montaña rusa de fuertes subas y bajas, que no nos permitió progresar.
No es casual que esos períodos de crecimiento hayan ocurrido justo después de dos grandes crisis, en las que ayudaron, sin duda, las condiciones iniciales en las que la población pedía a gritos un cambio. Lo curioso es que el primer ciclo fue con políticas promercado y con baja inflación, y el segundo con políticas intervencionistas y con inflación en alza, aunque por debajo del 25% anual.
La economía argentina está otra vez en una encrucijada, enfrentando una crisis que con matices nos está agobiando desde el 2018, y que por ahora no parece que tenga una salida a la vista. Desde la devaluación de abril de ese año no hemos tenido un momento de tranquilidad. El tipo de cambio ha estado bajo presión en forma permanente, la inflación viene subiendo en forma continua y preocupante, el déficit fiscal que se había reducido llega a casi 5% del PBI y el Banco Central es el único dispuesto a financiarlo, el país tiene unas reservas paupérrimas que apenas alcanzan para dos semanas de importaciones, hay un fuerte atraso cambiario y los tipos de cambio paralelos cotizan al doble del oficial, mientras que el riesgo-país está en la estratósfera a 2.600 puntos.
Lo más preocupante es que estos desequilibrios los sufre la gente porque la pobreza no cede y está en el orden del 40%. Por primera vez en nuestra historia, la gente que trabaja en el sector formal y gana un salario está por debajo de la línea de pobreza.
A pesar de que estos números son preocupantes e indican marcados desequilibrios económicos, todavía no existe la sensación que ha habido una explosión. Parece una crisis que se mueve en cámara lenta, pero que tiene todos los ingredientes para que en algún momento acelere. Parafraseando al gran Rudy Dornbusch, en economía las cosas tardan más en pasar de lo que preveías, y después ocurren más de prisa de lo que creías.
El desenlace traumático parece inevitable, pero es muy difícil saber cuándo, cómo y con qué intensidad ocurrirá. Para eso es útil mirar en el espejo retrovisor de nuestra historia y preguntarnos qué situaciones son parecidas a la actual y cómo terminaron.
Ante todo, no se parece a las tres grandes crisis que tuvo la Argentina. Es diferente de 1983 porque en esa ocasión la inflación estaba por arriba del 400% anual, a lo que se sumaron crisis bancaria, de deuda y un escenario internacional nefasto con tasas de interés que llegaron al 18% anual, salidas de capitales y colapso de los precios de las exportaciones. Mucho peor que la situación actual.
Tampoco se parece a la hiperinflación del 89, cuando los precios llegaron a aumentar a tasas del 200% mensual y casi 20 mil% anual (si veinte mil). También parece que estamos lejos de eso, porque el déficit fiscal y la inflación están muy lejos de esos niveles y no parece probable que los precios se aceleren tan rápido.
Tampoco se parece a la del 2001, la peor de nuestra historia, con un de-sempleo que llegó al 25%, megadevaluación, default y crisis bancaria que incluyó la pesificación de los depósitos. El gran problema en la crisis fue que al romperse el un peso= un dólar, se rompió toda la economía.
Tal vez la crisis actual, que todavía está en gestación, tenga mucho más en común con la crisis asintomática del final del gobierno de Cristina en 2015. Los desequilibrios cambiario, de tarifas, fiscal, y de reservas internacionales son parecidos al 2015, aunque van en dirección a agravarse. Sin embargo, ahora la situación es más compleja porque la inflación es más alta, llegando al 85% y hay más pobreza que en aquel entonces.
En el año 2015 se salió con devaluación, suba de tarifas que llevaron a una inflación del 36% anual en el 2016, pero no hubo una sensación de descontrol. Pero tampoco se solucionaron los problemas de fondo, de hecho, se minimizó el problema fiscal porque había financiamiento. Finalmente, ante un deterioro de la situación externa comenzó una nueva crisis cambiaria en abril de 2018, con fuerte salida de capitales y baja en las reservas internacionales, que fue creciendo en el tiempo y llega hasta nuestros días.
Ahora todo apunta a que la crisis la tendrá que solucionar el próximo gobierno, que muy probablemente sea de la oposición. Con las lecciones aprendidas, esta vez debería ser diferente al 2016: ir rápido en lo fiscal, y lo más rápido posible (pero no más rápido que eso) en lo monetario y cambiario. Que habrá que hacer reformas estructurales que se implementarán de entrada, porque es la base para cambiar expectativas.
Sin embargo, lo más importante es que el próximo gobierno no sólo ataque los problemas de la coyuntura, que son muchos y complejos, pero que ponga todo el esfuerzo en revertir cincuenta años de estancamiento, que han llevado a niveles de pobreza inaceptables que no se habían visto desde la Independencia.
El gran desafío es adoptar políticas económicas modernas y sostenibles que mejoren la productividad, que aumente el empleo formal, que motorice las exportaciones, que dinamice la producción de recursos naturales, y que favorezca el talento y el espíritu emprendedor de los argentinos. Y todo eso con equilibrio fiscal y baja inflación, obvio que con la economía no alcanza, hace falta mejor educación, mejor salud, mejor Justicia y hacer un Estado moderno financiable.
Así como en 1816 se declaró la Independencia de España, hoy Argentina necesita una nueva Revolución de Mayo y una nueva Independencia para romper con cincuenta años de estancamiento y ser el país que alguna vez fue el que atraía inmigrantes, que generaba oportunidades, con alta movilidad social, con educación y salud pública de nivel internacional. No va a ser fácil, pero después de cincuenta años de fracasos es hora de sincerarnos y emprender un nuevo camino.